martes, 21 de octubre de 2014

J

Resulta que han pasado diez años.
He tenido que rescatarlo del cajón dónde lo guardo.
Paso varias veces los dedos por el papel
para constatar que es de verdad,
que no lo soñé,
que hace diez años un niño se enamoró de mí,
y me prometió primaveras,
me escribió una carta
y le dibujo mariposas,
nos reímos por teléfono
y luchamos con globos de agua,
hasta que se fue.
Cuando alguien se va dejándote tan llena
esperas días, meses, años,
tiempo,
el que haga falta
para ser capaz de dar las gracias de alguna manera
que encaje,
que valga,
que importe.
Yo 
todavía 
no 
puedo
y
no
si
algún
día
podré.
A veces pienso que escribir de las ausencias
que de verdad desgarran 
es imposible.
Supone aceptar que la herida jamás
se cerrará, 
y que hay que aprender a vivir con ella.
Pero 
eso 
no 
se aprende 
nunca.
Hoy, sin embargo, ha vuelto con más fuerza,
y cómo no contarlo.
Vuelve cada año cuando la primera hoja cae
vencida por el otoño.
Vuelve en verano, cuando es su cumpleaños
y crece en nosotros,
en los que jugamos en su mismo patio de recreo.
-Los años que sumamos, 
los vivimos por él.-
Vuelve en las risas de los niños que pisan los charcos
y corren cuando salen del colegio.
Vuelve cada vez que me encuentro de repente
y de nuevo 
con ocho años 
y le pregunto a mi madre
que por qué J me rompe la mochila,
que por qué juega al fútbol siempre con la mía,
si yo no le he hecho nada,
y ella me responde que le gusto
que busca mi atención,
y yo me quedo muda
y la miro sin entender.

Fue el primero en escribirme que era
la persona más guapa del mundo.
Solo tenía doce años, 
y su certeza era más clara de lo que jamás
podrán llegar a serlo las mías. 

Todavía te echo de menos
de la misma manera que el primer día que tuve
que despedirme,
igual que la última vez que colgué
y al otro lado seguía oyendo tu risa.

Todavía 
te 
echo 
de menos.