martes, 10 de junio de 2014

A tres centímetros del suelo

Hablo de alguien que
con su mano a mi espalda
empujó y sostuvo a la vez
el vaivén de mi viaje en los columpios.

Quizá esté hablando de
un goteo de indicaciones,
una ola de preguntas
contra un mar incontenible de respuestas
que aún así,
exigía una búsqueda permanente de las mismas;
dos objetos en movimiento que chocan
porque corren en la misma dirección,
unos ojos que saben cómo y dónde mirar a la vida
y otros que están aprendiendo a verla;
un millón de caídas,
el olor a agua oxigenada en las heridas,
y mis labios reproduciendo sus lecciones.

Estoy hablando de que la primavera está siendo un invierno distinto
y no siento el calor
hasta que me encuentro en su voz.
De esos fines de semana en que me arropa por las noches,
y de cuando viene a darme los buenos días,
con una sonrisa enorme, los sábados que nieva.
La suerte es ese momento en que alguien te promete un día fácil
sin pronunciar palabra,
y sabes que va a cumplir.
Me ha dicho que le gusta quién soy,
en lo que me he convertido,
y eso inspira.
Me costó adaptarme al mundo porque nunca quise
bajar de mi nube
pero la fuerza aplastante de lo real es menos dura
cuando sus abrazos protegen.
A pesar de los pesares,
de luchar por no darle la razón,
y reírme de esa manera que tiene de decir las cosas
como si no se pudiesen discutir sus certezas,
los vasos siempre están más llenos
cuando las historias las cuenta él.

Hablo de que del color de sus ojos aprendí a ver el mundo
un poquito más verde
y a apartar de mi vida a quién sabiendo que quiere irse,
se queda a doler.
A ser coherente, consciente, y rechazar la hipocresía
me enseñaron las veces que me equivoqué
y estuvo para ayudarme a reconocerlo.
Que los hombres más importantes de mi vida
iban a ser dos,
me lo enseñó a los cinco años.
Y aunque me costó aprenderlo
terminé entendiendo de qué iba la cosa
cuando mi hermano cumplió los dieciséis.

Mi padre es refugio,
y guarda para mí un hueco con vistas al mundo
en un lugar bien situado
-a la altura de su pecho-.

Hablo de esto,
porque vuelo a casa todas las noches
y su pena es la mía
y su preocupación se me aparece
y sus alegrías me desvisten los miedos,
exponiéndolos a la luz, para hacerlos polvo.
Porque es mi padre y me dio la vida
y a su manera hace de mis maneras
otra oportunidad para todo lo que yo quiera.

Quiero contarle que el orgullo es mío,

y que desde que me lo dijo

camino a tres centímetros del suelo

y más de un madrileño incrédulo

juraría que me ha visto volar.